26 nov 2020

Nietszche tenía razón

    Son casi las tres de la mañana cuando comienzo a redactar estas líneas. Y la sensación que tengo es la misma que la que me generó la noticia. En la garganta: un nudo, que ha dejado de ser una mera metáfora. En el cuerpo, dolor de corazón. Ahora sé bien qué es el dolor de pecho. Me duele. No puedo. No soy el mismo. Siento que una parte de mí se fue. Que algo se rompió. Que la alegría se terminó. ¿Cómo seguir?

    Me invade la tristeza desde el mediodía. La congoja. El dolor. Me brotan las lágrimas a borbotones. Y freno, y de vuelta lo mismo. Tengo el corazón triste. Siguen siendo casi las tres de la mañana, el umbral, y por primera vez escribo un texto sin sentir la necesidad de tener que mirar atrás y corregir. Prefiero que todo fluya. Quiero que las palabras salgan, que lo primero que surja siga su curso. No puedo irme a dormir y siento un cansancio terrible. Hace unas horas terminé de trabajar. Ahora son las tres y un minuto, el tiempo que pasó desde que terminó una jornada que fue TODO DIEGO.

    Sé que se jugaron algunos partidos. Que hubo Champions, aunque solo vi los minutos de silencio, el homenaje en cada estadio. No tengo la menor idea de los resultados, probablemente sea la primera vez en la que no tengo la más remota idea de qué pasó en la fecha de copa. Sé también que Independiente ganó, vi pasar tímidamente alguna información, pero no quise ahondar. No pude.

   Decía el filósofo alemán Friedrich Nietszche, en La gaya ciencia, que Dios murió. Es la famosa conciencia desventurada. Hoy puedo confirmar que mi Dios imperfecto, humano y de corazón inmenso y terrenal, falleció. Nos dejó su cuerpo. Pasó a la inmortalidad. Me cayó la ficha, como dicen. Me atrapó la realidad. Ya no estoy helado, petrificado. Ahora sé que es más del pueblo que siempre: Maradona ha muerto, Dios ha muerto, es igual para millones de personas en todo el mundo.

    Tres y diez minutos, ¿quién sabe cuándo pasará este dolor de corazón? ¿Cómo saber cuándo cesará la angustia? Por lo pronto, no me siento solo. No me sentí nunca así desde que escuché la noticia que jamás quise escuchar. Porque mientras el televisor despedía palabras, a mi celular llegaban mensajes de aliento, abrazos, frases de amor. Y todo porque alguna vez supieron de mi amor a Diego. Porque me leyeron en Twitter, o porque me conocieron y sabían de mi devoción. La única persona fuera de mi familia natural a la que amé y amaré por siempre.

    Este año, el 14 de junio, me alcanzó una oportunidad que solo comenté a los más íntimos y a quienes desee que lo supieran. Esa ocasión, ahora, se fue. No pude escribirle. No pude conocerlo. No pude abrazarlo. Es lo de menos. Ya no está físicamente para el mundo entero. Ya lo llora un planeta. Lo vamos a extrañar tanto, tantísimo. La tristeza perdurará tanto como las alegrías que nos supo dar: las que nos regaló adentro de una cancha, y las de afuera de ella, también. Tres y cuarto pasadas. Ni el más mínimo atisbo de sueño. Las pulsaciones a mil. Y tanto por decir que no sale.

    El jugador, los que lo vimos, sabemos: no habrá nadie igual. Único. El futbolista que lo tenía todo. El conceptual, el integral, el líder. Englobaba todas las virtudes. Las que quedan expuestas, a la vista de todo el mundo que quiera hacer click en un video de sus jugadas y sus goles. Pero fue, además del mejor de todos en lo suyo, EL HOMBRE. La lucha, el descamisado, el villero que de una patada en el culo dio a parar en una cima donde no había nadie más que Él. La Deidad sola en la cumbre, la persona más famosa del mundo en su soledad.

    Las tres y veinte y me vacié, no sé qué más decir. Me agoté mentalmente. Queda el corazón roto, el nudo en la garganta y la certeza de que Nietszche tenía razón. Lamentablemente. Y la pérdida es insoportable en este año del virus criminal.

    Las tres y veintidós ahora. Me siento en el deber de nunca olvidarte y de mantener viva la memoria desde mi lugar chiquito. Te amo, Diego Armando Maradona. Lo nuestro es para siempre. Las tres y treinta y dos.

2 abr 2020

Para Carlitos

PARA CARLITOS
                              Por Facundo Terrés Grimaldi


¡Pero la puta que lo parió! ¡¿Qué hace, soldado?! ¿Me oye? ¡¿Me está escuchando?!

Me costó oír las palabras que escupía el Teniente. Aunque estaba a los alaridos. Es que el viento soplaba con tanto brío, que arrojaba todos los sonidos hacia el mar. Las voces se perdían en el paisaje con peculiar facilidad. Además, apenas podía verlo entre la espesa y blanquecina neblina, que lo cubría de pies a cabeza.

Gritaba, entonces, el oficial. Y pensé que se dirigía a mí. No lograba descifrar lo que decía. Aunque, sin duda, sabía que no podía ser algo bueno. Me desesperé al no poder captar el mensaje. Quizás por eso, en un rapto de locura, miré hacia mi izquierda. Como desentendiéndome de la situación que se presentaba, sin hacerme cargo de nada.

Giré mi cabeza. A mi lado estaba Carlitos, que yacía casi pegado a mi brazo izquierdo. Mi compañero. Quien, en lugar de estar agazapado mirando todo el frente, estaba dándole la espalda a la trinchera. Permanecía derrotado por el sueño. “Mamita, la siesta que se está pegando el correntino”, solté para mis adentros.

Es por eso que, en un rápido movimiento, logré asestarle un codazo en las costillas. Como para que se despabilara antes que el teniente llegase a nuestra posición. Y, a decir verdad, él no estaba lejos de nosotros. Calculé unos quince metros. Mientras avanzaba a paso firme con sus relucientes botas sobre el barro.

Carlos sintió el golpe y saltó despavorido. Ya presto para la batalla. Era consciente que se había dejado vencer por los demonios que acechaban, pero también que cumplía órdenes en la antesala del combate. Por eso solo se demoró unos segundos en reponerse, y se colocó como correspondía. Ahora se parapetaba con el fusil apuntando hacia el prado desierto, tal la indicación.

Entonces, con algún temor, miré lentamente de nuevo hacia el otro lado. El Teniente estaba a cinco metros de nosotros, cuando vociferó: “¡TAGARNA! ¿Usted es pelotudo o se hace? La vida de los hombres que lo acompañan, bien sabe, dependen de Usted en esta posición. ¿Cómo va a apolillarse? Por mucho menos, otro oficial lo deja estaqueado media jornada, y sin víveres. Se salva que yo estoy al frente. Si lo hubiese visto el Mayor, lo hubiera revoleado de una patada en el culo, directo al continente”.

Y con esa figura, un poco sonreí, pero también pensé: “qué bueno sería volar de un puntapié, de regreso a San Isidro. Allí estarían mis amigos, tocándome el timbre, dispuestos siempre para la joda”. Me amargué.

En tanto, Carlitos apenas podía sostener su mirada fija en el Teniente. Mostraba notorios signos de cansancio. Lo observaba como diciéndole: “ya sé que me la mandé, que estuve mal, pasa que no doy más”. Entonces, de golpe, quebró el silencio después del breve sermón de nuestro superior. Y todo para decir: “sí, señor, disculpe”. En un tono que, con algún esfuerzo, pude escuchar.

“No se vuelva a quedar dormido, porque lo mando a hacer tantas flexiones de brazo, que va a escupir espuma por la boca”, añadió.

El Teniente no andaba con chiquitas: perdonó a Carlitos pero le contó las cuarenta, también. “Sí, señor”, respondió. Esta vez, algo más fuerte, aunque todavía con el padecimiento a cuestas. El oficial se dio medio vuelta y regresó a su sitio, donde estaba colocada la ametralladora MAG. Era una igualita a la que había visto en alguna película sobre la guerra de Vietnam.

“¡Qué susto, eh!”, me dijo Carlitos. Y agregó: “pensé que iba a pasarme la noche haciendo saltos de rana”. “Claro, boludo, si yo me pegué un susto de la gran flauta también”, acepté. Me miró, hizo una mueca, y continuó apuntando con su arma hacia la nada.

Anochecía. Y todo nuestro frente sabía que se venía la gorda esa misma madrugada. Es que circulaban rumores de una posible ofensiva británica. Alguna que otra cosa pesqué al pasar durante el mediodía, mientras tomábamos un caldo sin gusto junto a un grupo de hombres experimentados, todos ellos militares de carrera. Porque nosotros, Carlitos, Javier y yo, éramos tres títeres arrastrados por la corriente.

Habíamos llegado al monte después de un duro fuego cruzado no tan lejos de allí. Donde la pasamos muy mal. Tanto que nos dimos cuenta pronto que, si permanecíamos en la posición, íbamos a ser carne de cañón. De manera literal, pues los ingleses estaban tirando con toda la artillería. La pelea estaba perdida: conscriptos con nula o poca preparación contra un ejército bien armado y con vasta experiencia. Los tres coincidimos en huir. Y logramos hacerlo antes del amanecer.

“Esta es parte de la Décima Brigada. Es el Regimiento Mecanizado de Infantería número 7, acompañado de la Compañía de Comandos 601 del ejército y de gendarmes especializados en el desarrollo del combate cuerpo a cuerpo”, describió el Mayor a cargo. “Estamos en el Monte Longdon, soldados. ¿Ustedes, colimbas, se puede saber qué carajo hacen acá?”, preguntó luego.

Sabíamos la respuesta, pero ninguno de los tres quería revelar el porqué de nuestra presencia en un lugar que no nos pertenecía. Entonces, optamos por el silencio. Nadie abrió la boca. “¿Son boludos o mudos?”, agregó con sorna. Y nosotros seguíamos mirándolo sin pestañar. Le habremos quebrado la moral de tan idiotas que parecíamos, porque acto seguido, repartió: “Bueno, soldados, a mover el culito acá. Ahora lo llamo al Teniente, que les va a impartir las órdenes. Quédense acá porque enseguida viene”.

Javier, el porteño apiolado de la bandita, aportó: “No les decimos ni mierda, eh. Que somos colimbas pero no boludos. Nos quedamos acá con estos capos, que por lo que se ve, están armados hasta los dientes y saben”. “A mí me parece bien”, arguyó Carlitos. Yo simplemente bajé la cabeza, aceptando que era la decisión correcta.

El Teniente estaba tardando y Carlitos se empezó a impacientar. Para colmo, Javier dijo: “Estos tipos se creen que nosotros somos escoria. Que pueden hacer lo que se les canta las pelotas con nosotros. Y no tienen la más puta idea de lo que nos la bancamos en el frente”. “Tranquilo, Javi. Me parece que estamos en buenas manos. Aprovechemos a matar el tiempo escuchando la radio hasta que venga este ñato”, apunté.

No bien dije la palabra radio, Carlitos se alborozó. Se pegó a mi oreja, preguntó y sugirió, todo de un suspiro: “¿Todavía tiene pilas? Poné Rivadavia que quiero escuchar algo del Mundial”.

“¡Ma’ qué Mundial, che! Si estamos en pleno quilombo. Panchito, poné Colonia a ver qué carajo están diciendo los yorugua de toda esta mierda. Si total, sintonizar una emisora argentina es al pedo: parece que ya ganamos la guerra y acá no hacemos más que retroceder, ¡yo ya no me engaño más, viejo!”, confesó sin pudor.

Era Rivadavia o Colonia. Tenía que decidir. Era mi radio y la voluntad de Carlitos de Curuzú Cuatiá o Javier del coqueto barrio de Caballito. Opté por una tercera opción: “Esto lo vamos a decidir así: piedra, papel o tijera y se acabó”. Ambos estuvieron de acuerdo, en realidad, no tenían más remedio que aceptar mi propuesta.

Pensar que Carlitos había aprendido en plena guerra el significado de piedra, papel o tijera. Y se pulió a la fuerza, cuando se puso en disputa un trozo de pan que había dejado un Cabo. En esa oportunidad, le expliqué qué le ganaba a qué. Y la cazó al vuelo, probablemente porque estaba cagado de hambre.

En aquella ocasión, quizás haya primado lo que algunos llaman suerte de principiante, la cuestión es que el correntino disfrutó su trozo de pan al cortar con su tijera el papel que presentó su ocasional adversario.

Recordando las acciones, vaticiné que Carlitos volvería a imponerse volviendo a hacer uso de su herramienta cortante. Y no fallé. ¿Para qué iba a cambiar, si la primera vez le había dado resultado? “¡Pero la gran puta, me cago en vos, Carlitos!”, se descargó Javi. El correntino sonrió: “Poné Rivadavia, Pancho”, me dijo.

Saqué la portatil de mi bolsillo. Le di al dial. “AM 630, ahí ta’”, destaqué. Era La oral deportiva, que trataba de adivinar el equipo del debut argentino frente a Bélgica.

Le cambió la cara a Javi cuando escuchó el tema, y se dejó llevar. La voz del Gordo Muñoz lo atrapó: “El cuadro de Menotti iría con: Fillol (marcando la doble L como una Y); Olguín, Galván, Passarella y Tarantini. Muy bien, hasta aquí el mismo engranaje del campeón del mundo. En el medio: Ardiles, Gallego y el debut mundialista de Diego Maradona...”.

Nos miramos entre nosotros. Ya no escuchamos más. Jugaba el pibe. La delantera que formara el Flaco era algo sumamente secundario. Entonces, observamos a nuestro alrededor, para saber si el Teniente o el Mayor andaban cerca.

Cuando vimos que estábamos solos, estallamos: “¡Vamos, carajo, nomás!”. Como si la Selección hubiese ganado el Mundial. Esa era la alegría. Es que, los tres, en lo único que estábamos de acuerdo era en recuperar las Malvinas y en ver a Diego en una Copa del Mundo vistiendo la camiseta Diez celeste y blanca.

La vida nos reencontró, a Javi y a mí, cuatro años después. Frente a una reluciente televisión color, en el living de la casa de mi compañero. Otra vez un Mundial como excusa. Una vez más, Argentina e Inglaterra, enfrentados.

¡Qué nervios! Ése primer tiempo sin demasiado por ver. En el entretiempo, Javier alcanzó una panera repleta de medialunas y vigilantes de crema pastelera, entremezclados. Me cebó un amargo, me lo pasó y dijo: “¿Te acordás cómo quería Carlitos a Maradona? No lo había visto en su puta vida, jugando. Pero se ve que alguien en su pueblo le contó sus hazañas, o le leyó El Gráfico, porque andá a saber si sabía leer...”

Recordé entonces el coraje que había tenido Carlitos en la famosa batalla de Monte Longdon. Y cómo había regado de sangre el suelo de su Patria: atravesado por una bayoneta en la oscuridad de la madrugada, enfrentando cara a cara al Regimiento Real de paracaidistas, mientras nosotros nos cubríamos del fuego de los PARA británicos.

“Hijos de puta, nuestros milicos: nos mandaron a la guerra para salvar su ropa, nos tiraron en Malvinas y ninguno dio la cara. Cuando llegamos acá, los jerarcas se hicieron soberanamente los boludos. Y, nosotros, los idiotas ofreciendo la vida por el país”, comentó con remordimiento Javier. Le había afectado el último recuerdo de Carlitos que traje a la memoria.

Entre medialunas, vigilantes y mates que iban y venían apurados... Llegó el primer gol. ¡La puta, cómo se gritó! Con el alma. Diego. Sí, el Diez metiéndola con la mano ante la salida del arquero inglés. Shilton quedando a contramano, y protestando. Nos abrazamos al grito de ¡VAMOS ARGENTINA TODAVÍA! Ninguno de los dos, en aquel momento, se dio cuenta que Maradona la había mandado a guardar por intermedio de su puño derecho. Pero la historia estaba 1-0, y andá cantarle a Gardel.

Y al rato. Héctor Enrique tocó para Maradona en la mitad de la cancha. Diego la tomó, gambeteó y llevó la bandera hasta clavarla en el corazón inglés. Para todos los argentinos. En especial, para Carlitos.