"Mientras el Diego lloraba, y mientras los alemanes recibían la copa, yo me sentí como la Cenicienta a las doce y un minuto. (...) Supe que se había roto el hechizo. Y que Victoria debía estar despertando también del suyo".
Eduardo Sacheri, Un verano italiano
UN VERANO BRASILEÑO
por Facundo Terrés Grimaldi
Tanto tiempo pasó desde la última vez que la gloriosa camiseta albiceleste participó de una Final del Mundo que no supe ver. Quizás mi ceguera (de colores) se halle correspondida en aquello de cruzar el Rubicón. Lo más probable es que se relacione, sí, con los veinticuatro años de frustraciones. Esa inmensa batería de sueños que se evaporaron en un abrir y cerrar de ojos. De frustraciones que minaron dos décadas y un puñado de monedas que no llegaron a ser lustro por un suspiro. Pero que mañana podrán identificarse en bodas de plata si no se está a la altura. Como se estuvo. Lo cierto es que, en estos días, sólo vi coincidencias entre este equipo y el del ochenta y seis. Innumerables puntos de contacto entre los hombres de ayer y los de hoy. Y no es que siempre proceda de la misma forma. No es que compare porque sí. En esta ocasión juro que, en el puño apretado gritando por Argentina, sostenía la bandera de la previsión estratégico-táctica del conductor. Insignia que hice flamear con orgullo después de mucho tiempo. A partir de la seguridad que implicaba poseer dicho argumento. Sin lugar a dudas el más valioso desde que nos cortaron las piernas. Además, nuestro diez, volvía a lucir la cinta de líder. El símbolo, el mejor de todos portaba ahora la enseña que Diego nos legó. Cómo no creer.
Para el debut, Sabella me y nos sorprendió con la idea de pararse en el campo con cinco defensores. Justo cuando pensaba y creíamos que iba a plantar el esquema que tanto resultado le había dado. El que y lo había llevado de la mano a Río de Janeiro. El que había dejado contento a Lionel. No. Alejandro nos sacudía con la novedad. Aunque, releyendo, pronto entendí el concepto: si tiempo atrás ante el mismo rival la jugada le había salido, qué fuerza impedía sucediera lo contrario en esta oportunidad. Podría decirse ahora, por qué no advertirlo con el hecho consumado, que el (poco) tiempo le dio (en parte) la razón: una pelota parada bien ejecutada por el genio fue conectada por un adversario y nos entregó la primera alegría. Desde el vestuario. Pero cuando parecía que se venía lo mejor, se vio lo peor del seleccionado. Nervioso, impreciso, Argentina cedió los espacios al rival. No supo aprovechar la ventaja. Y finalizados los primeros cuarenta y cinco minutos del Mundial, el entrenador vio lo que nosotros observamos. Cambió. Entró Gago. Ahora sí. Con la presencia del mejor ladero del número uno, otro cantar. Aparte, se retiraba un defensor y no sólo aparecía Higuaín sino también el juego asociado. Del 5-3-2 al 4-3-3. Es así que el panorama dio un vuelco. El plan B a la orden. Pase del cinco al diez. Gambeta del fenómeno hacia adelante, pared con el nueve en la puerta del área, nuevo slalom del capitán de derecha a izquierda y gol del Barça. O, mejor dicho, tanto argentino con sello culé. En diez minutos, historia liquidada. Trámite que pudo haberse estirado en el score. Mas finalizó con sufrimiento. Por un par de ocasiones malogradas y por la daga a la espalda de los Zabaleta y los Fernández que dejó a Romero sin chances en el cara a cara. Sufrida victoria final, 4-4-2 incluido con el por entonces actor de reparto Biglia entre los once, en la agonía. Triunfo al fin. ¿El técnico? Asumiendo y diciendo el error inicial pero, a su vez, demostrando aquello de ver antes (preveer) y cambiar (la estrategia y/o la táctica) si es que la idea no sale como se pretende.
Durante la semana, mayoría de voces criticando la decisión inicial del Cuerpo Técnico. Supremacía de comentarios destructivos. Escaso o nulo reconocimiento al giro que se observó en el complemento ¡del primer partido! de una Copa del Mundo. Demasiado. Todavía había tiempo para mejorar. Además, preferible siempre equivocarse así: con los tres puntos, con margen de error. El 5-3-2 fue enterrado en las playas de Copacabana tal como le escuché decir y reiterar a un sabio colega tras el debut. Resurgió el 4-3-3. El Grupo de los Seis (G6) a pleno. Esos dos triángulos fantásticos: el equilátero conformado por Gago-Mascherano-Di María y el isósceles integrado por Messi-Higuaín-Agüero. La débil Irán en frente. Parecía el mejor momento para ejecutar el Plan Madre. Parecía. Hete aquí que el equipo, con toque y retoque, continuó jugando como frente a Bosnia: mal. Y no sólo porque el rival mostraba lo mejor de sí al defenderse a la perfección sin el balón o porque ocupaba más y mejor los espacios, sino porque los nuestros no sabían cómo penetrar la barrera pergeñada por los ellos, a la manera de Oesterheld. Pero tanto fue al cántaro a la fuente, que al final se rompió. De tanto ir, aunque más de guapo que de otra cosa, la pelota encontró al que mejor la sabe tratar. O el astro resolvió ir al encuentro de ella. Sobre el final de la contienda se cruzaron. Ella y él. Y el cuento terminó como casi siempre: con un contrincante desparramado, observando de cuclillas cómo el balón que se incrustó en lo alto de las redes, cayó detrás del cuerpo de su arquero. Otro triunfo por la mínima. Pasar por caja y cobrar. Seis puntos. Clasificación. Otra vez con Biglia en el once del cierre.
Que Sabella no encuentra el equipo, que no jugamos contra nadie y que si seguimos así nos volvemos a casa como en los últimos cinco Mundiales. Que olvidáte de la Final, que no llegamos ni loco, que no están bien utilizados nuestros recursos técnicos. Que somos Messi-dependientes. Que no puede ser que si no aparece el diez no juguemos a nada. Nadie y nada, eso éramos. Hasta el encuentro con Nigeria. Primer minuto de partido, nuevo grito en el amanecer. Enorme pase al claro de Mascherano a Di María, remate de Fideo al primer palo y posterior rebote entre el arquero y su caño más cercano, capitalizados con maestría por el capitán. Tranquilidad que duró segundos. Porque una nueva puñalada en el reducto donde se desenvuelven el cuatro y el dos terminó en empate. Aunque Argentina, lejos de desmoralizarse por el impacto, siguió yendo al frente. Y fue bien. Lo hizo de manera tan eficiente que encontró premio en el final de la primera etapa. Ya Enyeama había podido, alla Sudáfrica, contra el fenómeno en un primer tiro libre que descolgó de un ángulo. No lo logró en el segundo intento. Lionel afinó su fina puntería. Acomodó el balón. Levantó su cabeza observando la postura del verdugo. Volvió a acomodar y mirar al uno. Acarició después la pelota. Que tomo una dirección imposible. Que fue a parar al segundo poste. Así: entre el cuerpo inerte de la ahora víctima y el palo. Ahí. Tercer choque, cuarta diana. Pero, a la sazón, volvió a aparecer Musa. Tras un pase de Gago. Sí, de los propios sobre otro hueco de nuestra defensa. Esta vez en el sector Garay-Rojo. Nueva igualdad, renovada la posibilidad de ir en busca del triunfo, una vez más. Tan solo cinco minutos después, córner perfecto del doble goleador del match al corazón del área, aparición estelar de Marcos Rojo. Como redimiéndose rápido del error cometido al no clausurar la hendija que permitió los africanos celebraran la efímera paridad. Halago vía la rodilla del lateral izquierdo. Mucho por mejorar aun. Conjunto invicto. Nueve puntos sobre nueve en disputa conseguidos. De esta manera camino a la Fase de Knock-Out.
Luego del triunfo por la mínima contra Irán y de muchas otras conclusiones, el director de la orquesta y sus músicos, bien sabían que no era tiempo de subestimar a ningún rival. En realidad, lo supieron desde un principio, la experiencia los llevo a considerarlo aun más después de superada la Primera Ronda. Una falla, aunque mínima de allí en más, y arriba del avión. Sin más. Sin nada. Tocaba Suiza. Para enfrentarla, mismo conjunto que el del segundo y el tercer partido. La ausencia de Agüero, desgarrado, como la excepción que hace a la regla. La inclusión de Lavezzi por Kun. Con Pocho en el medio, intercambiándose la banda con Di María. Atacando con posesión y defendiendo cuando la bola la monopoliza el adversario. De triángulo a rombo, la mitad. Con Gago corrido definitivamente hacia el centro. Mejor Argentina en los noventa. Con múltiples ocasiones de vulnerar el tanteador. La albiceleste al borde. En la orilla. Intacta la posibilidad de morir ahogados como en los años próximos pasados. La chance también de seguir en carrera. La segunda opción hecha realidad cuando pensábamos en los penales. Cuando repasábamos apellidos de posibles ejecutantes. Por un robo de Palacio en el mediocampo, la entrega a Messi, otra genialidad de Lionel para dejar en el camino a tanto suizo y el pase a un Di María que definió de zurda desde el perfil invertido. Cruzándosela a Benaglio. Entrando la bocha mansa junto al caño opuesto a la estirada del guardameta. ¿Después? Una pelota parada en favor de los helvéticos que no fue empate de milagro. Otro tiro libre de los rojos en la hora que fue despejado por los nuestros. ¿Doce pasos? Otro día. Esa vez no. A continuar soñando.
Que el sorteo nos favoreció. Que el equipo todavía no jugó contra nadie. Que se le ganó sufriendo a Suiza. Que no es potencia. Que recién ahora vamos a enfrentar a un país que medianamente sabe. Mermaron las críticas. Estábamos en Cuartos. Como en 1998, 2006 y el Mundial pasado. A pasos del Rubicón, el río por el que tuvo que atravesar el César en pos de la conquista de la Galia toda. Esa figura utilizó Sabella. Era el momento de cruzar el umbral. Y para hacerlo, el conductor decidió cambiar. De aquí en más, Argentina sería otra. "Como en el ochenta y seis, cuando entró Enrique pese a haber ganado 1-0 en Octavos", pensé. Biglia ahora titular. El hombre que había sido suplente pero había ingresado siempre. Ahora desde el arranque. "Como Olarticoechea en México, cuando entró al once, no salió más", me dije en voz alta. Con Demichelis en la zaga. Él, que había sido blanco de críticas cuando la selección no era lo que terminó siendo, que entró por la ventana a la lista. Que se volvió a internar en los definitivos veintitrés. El defensor campeón de Manchester City que conocía de memoria a todos los delanteros de Bélgica por haberlos enfrentado la última temporada. Basanta de lateral izquierdo por el suspendido y exhausto Rojo. Trueque que vino bien por ese último factor. Faltaba el gol de Higuaín. Llegó el tanto de Pipita. Rodeo de Messi en la mitad provocando la distracción de la última línea roja, pase a Di María, rebote en un defensor europeo y ulterior volea de derecha y de primera del ariete. A gritarlo con el alma. A defender el cruce en las aguas, a conseguir el primer objetivo, a lograr lo que no se había podido en veintitantos años. Pudo gritar de nuevo Lionel pero Courtois ahogó el alarido en el minuto noventa. Terminó 1-0, otra vez. A festejar. Ante los belgas, "como en el Azteca", murmuré por lo bajo.
Otro rival del Viejo Continente en Semifinales. Para continuar con el rito de las coincidencias. Holanda, donde todo había comenzado. Van Gaal de un lado, Sabella del otro, las críticas habían disminuido a niveles insospechados días antes. Aunque todavía algunos solían decir que recién ahora jugábamos contra alguien. Que antes no. Que la tómbola nos convino. Que "gracias, Don Julio", les faltó agregar. Aun quedaba un paso más por dar. En frente, Robben y Van Persie, la foto del otrora campeón Casillas de rodillas ante los naranjas. Con esos entrenadores, el partido iba a ser ajedrez. Lo fue. En los noventa, mejor Argentina pese a la dolorosa ausencia del también desgarrado Di María. En el ciento veinte, también. Con la posibilidad desperdiciada a cuestas de Palacio, en los confines del área, cabeceando una pelota que nunca bajó. Eligiendo y definiendo mal. Aquella situación como una muestra gratis de lo que sería. A los penales. Ahora sí. Tocaba. Alejandro alentando a los propios, mirando a los ojos a posibles ejecutantes. Ellos agachando la cabeza o afirmando que sí, que pateaban, que ojalá se les diera. Mascherano, gladiador si los hay, arengando al arquero Romero. Diciéndole que hoy se transformaba en héroe. Chiquito haciéndole caso al Jefe. Deteniendo la ejecución del inefable Vlaar. Messi poniendo al frente al seleccionado desde los doce pasos. Robben igualando las acciones para no ser menos. Garay fusilando al uno de ellos. Nuestro amarillo guardavalla dejando en ridículo a Sneijder, dejándonos cerca del pase a la Final. Agüero adentro con esfuerzo, con la pierna a la miseria, pero dentro del arco. Kuyt acertando. Primer match-point. Maximiliano Rodríguez caminando esos metros de la verdad. Llegando a la pelota. Corriéndose levemente a su izquierda, para perfilarse de diestro e impulsar el balón con la fuerza de cuarenta millones de tipos. Bola que sale como chicotazo, da en el guante de Cillessen, vuela eficaz de abajo hacia arriba, va a parar al travesaño y termina por colarse con potencia. Algarabía. Locura. Cuando di por finalizado el delirio y observé a los nuestros todavía empapados en festejos, pensé un segundo en cómo había sido el recorrido del noventa: 1-0 en Octavos, sufriendo ante otro europeo en los Cuartos, encontrándonos con otros en Semifinales y definiendo a suerte y verdad en el cara a cara. Otra vez Alemania. ¿Como en el ochenta y seis o en el noventa? La suerte estaba echada, como había dicho César antes de cruzar... ¡el Rubicón!
La estadística decía que sólo Brasil había podido ante el rival que le tocó pos definición por penales en una Copa. Desde el Francia 1998 en adelante. Los fríos números indicaban también que la local Canarinha dejaba el precedente en este mismo Mundial, para variar. Por qué no creer que podía repetirse la suerte de los brasileños. Por qué habrá sido que perdieron con los teutones. Comiéndose siete goles. Dejándolos prestos, agrandados por la hazaña. La Final de Italia, los Cuartos en su torneo y los penales, los Cuartos de nuevo en Sudáfrica. Ése último antecedente mundialista que alarmaba, el 0-4 de Ciudad del Cabo. Al Maracaná contra los blancos. Nosotros con la azul. "Como en el noventa", balbuceé. "Tiene que ser como en el ochenta y seis", dije casi por encima de la primera sentencia. "¿Como el ochenta y seis, qué? Como en México contra los uruguayos o frente a los ingleses con esa otra casaca azul, la de los goles (sendos guantes) con la mano de Diego. Sostuve a último momento que era el turno de Messi. Y pudo serlo en el desarrollo: esa bocha que definió con toque tras habilitarse de cabeza y que sacaron Neuer y Boateng sobre la línea durante el primer tiempo, esa otra bola que salió cruzada en el segundo poste en el complemento, ése cabezazo forzado cuando ya estábamos los cuarenta millones de argentinos 0-1 por culpa de Götze, ése tiro libre que dio en una nube y regresó al campo de juego en una lágrima. "Como en el noventa, fue, nomás". No lo dije, lo sufrí. Lo sufrimos. Victoria se había ido. Como en el cuento de Sacheri. Ése que nos cuenta Apo cuando le damos play (una vez de tanto en tanto) en YouTube. ¿El fútbol? Es tan hermoso que siempre da revancha. Como en el ochenta y seis.
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